Michel Foucault rastreó en la literatura y la filosofía
grecorromanas una función, la “parresía”, y una posición del sujeto, el
“parresiastés”, caracterizadas por “una relación específica con la
verdad a través de la franqueza”, cuyo efecto es la crítica y la
autocrítica, y cuyo costo es el peligro.
Por Michel Foucault *
La palabra parresía aparece por vez primera en la literatura griega en
Eurípides (c. 484-407 a.C.), y recorre todo el mundo literario griego de
la Antigüedad desde finales del siglo V a.C. Parresía es traducida
normalmente al castellano por “franqueza”. El parresiastés es alguien
que utiliza la parresía, es decir, alguien que dice la verdad.
Etimológicamente, parresiazesthai significa “decir todo”. Aquel que usa
la parresía, el parresiastés, es alguien que dice todo cuanto tiene en
mente: no oculta nada sino que abre su corazón y su alma por completo a
otras personas a través de su discurso. En la parresía se presupone que
el hablante proporciona un relato completo y exacto de lo que tiene en
su mente, de manera que quienes escuchen sean capaces de comprender
exactamente lo que piensa el hablante. La palabra parresía hace
referencia, por tanto, a una forma de relación entre el hablante y lo
que se dice, pues, en la parresía, el hablante hace manifiestamente
claro y obvio que lo que dice es su propia opinión. Y hace esto evitando
cualquier clase de forma retórica que pudiera velar lo que piensa. En
lugar de eso, el parresiastés utiliza las palabras y las formas de
expresión más directas que puede encontrar. Mientras que la retórica
proporciona al hablante recursos técnicos que le ayudan a prevalecer
sobre las opiniones de su auditorio (sin preocuparse de la propia
opinión del retor respecto de lo que dice), en la parresía, el
parresiastés actúa sobre la opinión de los demás, mostrándoles, tan
directamente como sea posible, lo que él cree realmente.
Si distinguimos entre el sujeto hablante (el sujeto de la enunciación) y
el sujeto gramatical del enunciado, podríamos decir que hay también un
sujeto del enunciandum –que se refiere a la creencia u opinión
mantenidas por el hablante–. En la parresía, el hablante subraya el
hecho de que él es, al tiempo, el sujeto de la enunciación y el sujeto
del enunciandum –que se refiere a la creencia u opinión mantenidas por
el hablante–. En la parresía, el hablante subraya el hecho de que él es,
al tiempo, el sujeto de la enunciación y el sujeto del enunciandum –que
él mismo es el sujeto de la opinión a la que se refiere–. La “actividad
de habla” específica de la enunciación parresiástica adopta así la
forma: “Yo soy quien piensa esto y aquello”.
“Prueba de sinceridad”
Parresiazesthai significa “decir la verdad”. Pero, ¿dice el parresiastés
lo que él cree que es verdadero, o dice lo que realmente es verdadero?
En mi opinión, el parresiastés dice lo que es verdadero porque él sabe
que es verdadero; y sabe que es verdadero porque es realmente verdadero.
El parresiastés no sólo es sincero y dice lo que es su opinión sino que
su opinión es también la verdad. Dice lo que él sabe que es verdadero.
La segunda característica de la parresía es, entonces, que hay siempre
una coincidencia exacta entre creencia y verdad.
Desearía señalar que nunca he encontrado ningún texto en la antigua
cultura griega en el que el parresiastés parezca tener ninguna duda
sobre su posesión de la verdad. Y, en efecto, ésa es la diferencia entre
el problema cartesiano y la actitud parresiástica, pues antes de que
Descartes obtenga la indudable evidencia clara y distinta, no está
seguro de que lo que cree sea, de hecho, verdadero. En la concepción
griega de la parresía, sin embargo, no parece ser un problema la
adquisición de la verdad, ya que tal posesión de la verdad está
garantizada por la posesión de ciertas cualidades morales: si alguien
tiene ciertas cualidades morales, entonces ésa es la prueba de que tiene
acceso a la verdad –y viceversa–. El “juego parresiástico” presupone
que el parresiastés es alguien que tiene las cualidades morales que se
requieren, primero, para conocer la verdad y, segundo, para comunicar
tal verdad a los otros.
Si hay una forma de “prueba” de la sinceridad del parresiastés, ésa es
su valor. El hecho de que un hablante diga algo peligroso –diferente de
lo que cree la mayoría– es una fuerte indicación de que es un
parresiastés. Cuando planteamos la cuestión de cómo podemos saber si
aquel que habla dice la verdad, estamos planteando dos cuestiones. En
primer lugar, cómo podemos saber si un individuo particular dice la
verdad; y, en segundo lugar, cómo puede estar seguro el supuesto
parresiastés de que lo que cree es, de hecho, verdad. La primera
pregunta –reconocer a alguien como parresiastés– fue muy importante en
la sociedad grecorromana, y fue explícitamente planteada y discutida por
Plutarco, Galeno y otros. Sin embargo, la segunda pregunta escéptica es
especialmente moderna y, pienso, ajena a los griegos.
“Asume un riesgo”
Se dice que alguien utiliza la parresía y merece consideración como
parresiastés sólo si hay un riesgo o un peligro para él en decir la
verdad. Por ejemplo, desde la perspectiva de los antiguos griegos, un
profesor de gramática puede decir la verdad a los niños a los que enseña
y, en efecto, puede no tener ninguna duda de que lo que enseña es
cierto: pero, a pesar de esa coincidencia entre creencia y verdad, no es
un parresiastés. Sin embargo, cuando un filósofo se dirige a un
soberano, a un tirano, y le dice que su tiranía es molesta y
desagradable porque la tiranía es incompatible con la justicia, entonces
el filósofo dice la verdad, cree que está diciendo la verdad y, más
aún, también asume un riesgo (ya que el tirano puede enfadarse,
castigarlo, exiliarlo, matarlo).
Como ven, el parresiastés es alguien que asume un riesgo. Por supuesto,
ese riesgo no siempre es un riesgo de muerte. Cuando, por ejemplo,
alguien ve a un amigo haciendo algo malo y se arriesga a provocar su ira
diciéndole que está equivocado, está actuando como un parresiastés. En
tal caso, no arriesga su vida, pero puede herir al amigo con sus
observaciones, y su amistad puede, consecuentemente, sufrir por ello.
Si, en un debate político, un orador se arriesga a perder su popularidad
porque sus opiniones son contrarias a la opinión de la mayoría o pueden
desembocar en un escándalo político, utiliza la parresía.
“No deberías”
Si, durante un juicio, se dice algo que puede ser utilizado en contra de
uno, no se está utilizando la parresía a pesar del hecho de que se es
sincero, de que se cree que lo que se dice es verdadero, y de que se
está poniendo en peligro uno mismo hablando de ese modo. Pues en la
parresía el peligro viene siempre del hecho de que la verdad que se dice
puede herir o enfurecer al interlocutor. De este modo, la parresía es
siempre un “juego” entre aquel que dice la verdad y el interlocutor. La
parresía implicada puede ser, por ejemplo, advertir al interlocutor de
que debería comportarse de cierto modo, o de que está equivocado en lo
que piensa, o en la forma en que actúa, etcétera.
Como ven, la función de la parresía no es demostrar la verdad a algún
otro sino que tiene la función de la crítica: la crítica del
interlocutor o del propio hablante. “Esto es lo que haces y esto es lo
que piensas; pero eso es lo que no deberías hacer ni pensar.” “Esta es
la forma en que te comportas, pero ésa es la forma en que deberías
comportarte.” “Esto es lo que he hecho, y estaba equivocado al hacerlo
así.” La parresía es una forma de crítica, tanto hacia otro como hacia
uno mismo, pero siempre en una situación en la que el hablante o el que
confiesa está en una posición de inferioridad con respecto al
interlocutor. El parresiastés es siempre menos poderoso que aquel con
quien habla. La parresía viene de “abajo”, como si dijéramos, y está
dirigida hacia “arriba”. Por eso, un antiguo griego no diría que un
profesor o un padre que critica a un niño utiliza la parresía. Pero
cuando un filósofo critica a un tirano, cuando un ciudadano critica a la
mayoría, cuando un pupilo critica a su profesor, entonces tales
hablantes están utilizando la parresía. En la parresía, decir la verdad
se considera un deber. El orador que dice la verdad a quienes no pueden
aceptar su verdad, por ejemplo, y que puede ser exiliado o castigado de
algún modo, es libre de permanecer en silencio. Nadie le obliga a
hablar; pero siente que es su deber hacerlo.
Para resumir lo dicho hasta el momento, la parresía es una forma de
actividad verbal en la que el hablante tiene una relación específica con
la verdad a través de la franqueza, una cierta relación con su propia
vida a través del peligro, un cierto tipo de relación consigo mismo o
con otros a través de la crítica (autocrítica o crítica a otras
personas), y una relación específica con la ley moral a través de la
libertad y el deber.
En la tradición socrático-platónica, la parresía y la retórica se
encuentran en fuerte oposición; y esa oposición aparece muy claramente
en el Gorgias, por ejemplo, en el que se encuentra la palabra parresía.
El discurso largo y continuo es un recurso retórico o sofístico,
mientras que el diálogo mediante preguntas y respuestas es típico de la
parresía; es decir, dialogar es una técnica importante para llevar a
cabo el juego parresiástico.
“Permanecemos ciegos”
Plutarco, en sus Moralia, intenta responder a la pregunta: ¿cómo es
posible reconocer a un verdadero parresiastés, a alguien que dice la
verdad? Y análogamente: ¿cómo es posible distinguir a un parresiastés de
un adulador? El título del texto es Cómo distinguir a un adulador de un
amigo. ¿Por qué necesitamos, en nuestras vidas, tener algún amigo que
desempeñe el papel de parresiastés o de aquel que dice la verdad? La
razón que ofrece Plutarco se halla en el tipo predominante de relación
que a menudo tenemos con nosotros mismos, a saber, una relación de
philautía o “amor propio”. Esta relación de amor propio es, para
nosotros, el fundamento de una persistente ilusión acerca de lo que en
realidad somos: “Siendo cada uno mismo el principal y más grande
adulador de sí mismo, admite sin dificultad al de afuera como testigo,
juntamente con él, y como autoridad aliada garante de las cosas que
piensa y desea”.
Somos nuestros propios aduladores, y es para desactivar esta relación
espontánea que tenemos con nosotros mismos, para librarnos a nosotros
mismos de nuestra philautía, para lo que necesitamos un parresiastés.
Pero es difícil reconocer y aceptar a un parresiastés. Pues no sólo es
difícil distinguir a un verdadero parresiastés de un adulador; sino que,
además, a causa de nuestra philautía, no nos interesa reconocer a un
parresiastés. De modo que lo que está en juego es determinar los
criterios indudables que nos permitan distinguir al auténtico
parresiastés del adulador que “representa el papel del amigo con la
gravedad del trágico”. Plutarco propone dos criterios principales.
Primero, hay una conformidad entre lo que dice el auténtico parresiastés
y el modo en que se comporta –se puede confiar en Sócrates como
parresiastés sobre el valor, puesto que Sócrates fue realmente
valiente–. Hay un segundo criterio: la estabilidad y firmeza del
verdadero parresiastés: “Si se alegra con las mismas cosas siempre y
alaba las mismas cosas, y si dirige y ordena su propia vida hacia un
único modelo. El adulador, por no tener una sola mirada de su carácter,
ni vivir una vida elegida para él mismo sino para otros, y modelándose y
adaptándose para otro, no es simple ni uno sino variado y complicado,
por correr y cambiar de forma como el agua, vertida de uno a otro
contenido, según sean los que lo reciben”.
Por supuesto, hay muchas otras cosas interesantes que decir sobre este
texto. Desearía, empero, subrayar dos temas principales. En primer
lugar, el tema del autoengaño y sus vínculos con la philautía. En el
texto de Plutarco pueden ver que su noción de autoengaño, como
consecuencia del amor propio, es algo muy distinto de la situación de
quienes ignoran su propia falta de conocimiento de sí –un estado que
Sócrates intentó superar–. La concepción de Plutarco hace hincapié en el
hecho de que nosólo somos incapaces de saber que no sabemos nada sino
que además somos incapaces de saber, exactamente, qué somos.
Un segundo tema que desearía acentuar es la firmeza de ánimo. Hay una
relación obvia entre estos dos temas –el del autoengaño y el de la
constancia o la persistencia de ánimo–. Pues destruir el autoengaño y
adquirir y mantener continuidad de ideas son dos actividades
ético-morales que están vinculadas una con otra. El autoengaño que
impide saber quién o qué se es, y todos los cambios en los pensamientos,
sentimientos y opiniones que obligan a moverse de un pensamiento a
otro, de un sentimiento a otro, o de una opinión a otra, demuestran esta
vinculación. Ya que si se es capaz de discernir exactamente qué se es,
entonces se permanecerá en el mismo punto, y nada podrá cambiarle a uno.
Pero si se es cambiado por alguna clase de estímulo, sentimiento
pasión, etc., entonces no se es capaz de permanecer fiel a uno mismo, se
es dependiente de algo otro, se es conducido a intereses diversos y,
consecuentemente, no se es capaz de mantener una completa posesión de
uno mismo.
En un texto de Galeno –el famoso médico de finales del siglo II– se
puede ver el mismo problema: ¿cómo es posible reconocer a un auténtico
parresiastés? Galeno plantea esta cuestión en su ensayo La diagnosis y
la cura de las pasiones del alma, donde explica que para liberarse de
sus propias pasiones, un hombre necesita a un parresiastés; tal como
ocurría en Plutarco un siglo antes, la philautía, el amor propio, es la
raíz del autoengaño: “Vemos los defectos de los otros, pero permanecemos
ciegos a aquellos que nos atañen a nosotros mismos. Platón dice que el
amante es ciego cuando se trata del objeto de su amor. Si, por lo tanto,
cada uno de nosotros se ama a sí mismo por encima de todas las cosas,
debe estar ciego en lo que a él mismo respecta. (...) Cuando un hombre
no saluda por su nombre al poderoso ni al rico, cuando no los visita,
cuando no cena con ellos, cuando vive una vida disciplinada, cabe
esperar que ese hombre diga la verdad; intenta, además, alcanzar un
conocimiento más profundo del tipo de hombre que es (y esto se logra a
través de una larga convivencia). Si encuentras hombre semejante,
llámale y habla un día con él en privado; pídele que te muestre
inmediatamente cuanto de las pasiones que hemos mencionado vea en ti.
Dile que estarás más agradecido por este servicio y que le tendrás por
tu salvador en mayor medida que si te hubiera salvado de una enfermedad
de tu cuerpo. Consigue que prometa descubrirte todo esto siempre que te
vea afectado por cualquiera de las pasiones que he mencionado”.
En este texto, el parresiastés –que todo el mundo necesita para librarse
de su autoengaño– no necesita ser un amigo, alguien a quien se conozca,
alguien con quien se tenga trato. Y esto constituye, creo yo, una
diferencia muy importante entre Galeno y Plutarco. En Plutarco, Séneca y
la tradición que procede de Sócrates, es siempre necesario que el
parresiastés sea un amigo. Y esta relación de amistad estaba siempre en
la base del juego parresiástico. Por lo que sé, con Galeno, por primera
vez, no es necesario que el parresiastés sea un amigo. En realidad, nos
dice Galeno, es mucho mejor que el parresiastés sea alguien a quien no
conozcamos, con el fin de que sea completamente neutral. Un buen
parresiastés que nos dé consejos honestos sobre nosotros mismos no debe
odiarnos, pero tampoco debe amarnos. Un buen parresiastés es alguien con
quien no se ha tenido previamente ninguna relación particular.
* Extractado de Discurso y verdad en la antigua Grecia, conferencias
dictadas en la Universidad de Berkeley en 1983, de próxima aparición
(editorial Paidós).